Cautiva. Un pequeño relato de terror
Cautiva
Un pequeño relato de terror
Mark tomó mi mano en una caricia y desplegó mis dedos sobre su palma para observar mi nuevo esmalte.
—Muy lindas, cariño.
—Gracias. —Mi voz se había apagado esta última semana pero nunca me olvidaba de agradecer sus elogios. Siempre trataba de mostrar un poco interés y cuidado hacia mí misma y más porque a Mark le encantaba. Incluso el sugirió el color que terminé eligiendo: rojo. Tan tradicional como vívido.
—Ujum, este color me fascina —reiteró.
Yo trataba de complacerlo cuando sus ojos clamaban mi atención. Ya la sed pasional se había apagado entre nosotros, pero seguíamos siendo pareja, y aunque la propuesta de casamiento no llegaría por ahora, vivíamos juntos y Mark era muy atento y protector conmigo.
Le gustaba sugerir los vestidos que me pondría a la mañana siguiente, frotaba mi cabello rojizo entre sus dedos cuando llegaba del trabajo e incluso recalcaba lo sedoso que se insinuaba al tacto, y aunque nunca mencionaba los nudos que se encontraba, por la noche me ayudaba a cepillarlo.
Mark era profesor de psicología en la Universidad y aunque yo estaba graduada de servicio social nunca llegué a ejercerlo porque lo conocí antes. Era alto, de cabello castaño, mandíbula cuadrada, ojos pequeños y gafas de pasta. Me había cautivado su temple de simplicidad y pulcritud.
A él le aterraba que yo terminara cuidando a ancianos en casas desconocidas así que cuando formalizamos terminamos alquilando un departamento.
Yo siempre ostentaba una gran sonrisa y actuaba como si fuera la misma de hace unos años pero en realidad no era del todo así. Las sombras negras bajo mis ojos habían apagado un poco la lozanía, mi cabello llegaba a mis omóplatos cuando antes me rozaba las caderas.
Estaba más enjuta y portaba pómulos más pronunciados pero Mark decía que parecía una modelo digna de ser mimada al máximo. A veces él me daba de comer solo por diversión, me cepillaba los dientes, me besaba en la mejilla antes de dormir, compraba mi loción, mi ropa interior, maquillaje, libros, vestidos, pañuelos, horquillas, me advertía cuando hacía mal o bien e incluso fichaba las visitas a mis padres.
Hace un tiempo me regalaba pulseras y pendientes preciosos, todos con un perfume diferente, detalle que me sobrecogía. Nunca se me olvidaría esas mañanas plácidas de fines de semana, él estando enfrente mío, erguido sobre el umbral y mirándome, para darme los buenos días.
Era encantador.
Me llevó hasta la cocina y me sentó en una mesa de mantel orlado. Me acomodé en la silla y él extrajo de la alacena un cuchillo carnicero.
Mis nervios y cuerpo permanecían flácidos hasta que algo los hizo tensar.
—Hoy cenaremos carne, Ellen.
Tragué saliva. Se me estrujo el estómago y el mareo brotó de mi interior.
—¿Carne?
Arrugué el mantel de forma instintiva en un esfuerzo para fingir fortaleza. Mi novio asintió.
—¿De qué es?
De una bolsa azul extrajo otra más chica con las manchas interiores características de la sangre.
—De gato.
Me erguí y cuadré mis hombros. Mis dedos se entrelazaron y respiré con lentitud para evitar un ataque de pánico. Era muy susceptible a la ansiedad.
Mark resopló sin poder aguantar sus mejillas embotadas de aire y cuando abrió la boca las sonoras carcajadas hicieron eco en la cocina.
—Es de cordero. Trataré de hacer mi mejor esfuerzo para que esté deliciosa. —Asió la masa sangrante y la colocó en un bol.
—No creo que pueda comerla. Desde hace tiempo que me está dando náuseas la carne.
—Sé que esta te gustará.
—Esta vez creo pasar, amor.
El filo del cuchillo resplandecía entre sus manos. Después de lavarla, cortaba la carne deslizando la hoja por todo el músculo rojo, desmembrando sus fibras en una parsimonia minuciosa.
—¿Mark?
Tuve el impulso de irme del asiento, estaba muy inquieta por esos días. Pero no serviría de nada evadir la situación.
—¿Mark?
Seguía sin responder. Parecía concentrado en su tarea, silencioso y ecuánime.
—Mark... voy a probarla y te diré si no me gusta. Creo que es mejor así.
Dio una última cercenada y colocó los pedacitos en otro bol. La precisión era robótica.
—Tienes los ojos muy bonitos, Ellen. Me encantan.
Yo sonreí con amplitud.
—Gracias. Siempre me lo dices.
—Y me gusta tu lunar.
Rocé la manchita izquierda con mi índice y repetí el agradecimiento que casi se me quebró entre los labios.
Con el paso de las horas, Mark me preparó el baño, cenamos —fue una gran dificultad engullir la mitad de mi porción de cordero— y me dirigí al dormitorio. Teníamos habitaciones individuales. Esta vez Mark no se presentó a darme el beso de buenas noches.
Tomé mis medicamentos neurolépticos con un sorbo de agua y me acurruqué en las sábanas, temblando. Hace seis meses Mark había dicho que le gustaba mi largo cabello después de haber tenido una discusión. La última. Hace cinco meses y tres semanas terminó cortado por encima de los hombros. Supe diferenciar los matices de sus palabras, cuando algo le encantaba estaba feliz, pero cuando decía que le gustaba, ocultaba su enojo.
No dormí bien esa noche.
●●●
Me levantó una señal en el pasillo. Tenía un sueño muy ligero.
Pestañeando repetidas veces, enfoqué la vista hacia el intersticio debajo de la puerta. Un haz de luz que se movía. Una linterna.
Me preocupé al instante. ¿Qué estaría haciendo Mark a estas horas?
«No vayas, estúpida».
«Ve y descúbrelo».
«Sale, sale, sale, sale, sale…».
Me dolía la cabeza. Las pequeñas voces de mi consciencia estaban en una diatriba interna y no me dejaban en paz. Pero por mayoría de criterios, decidí averiguar que hacía mi novio.
Cualquier ruido delator sería mi ruina.
Decidí caminar descalza con mi batón azul. Empuñé el picaporte y los vellos se me erizaron cuando rechinaron los goznes. Miré hacia los lados, esperé unos minutos. Recelosa y con la idea de haber pasado desapercibida aún, me deslicé con la liviandad que pude.
El pasillo estaba oscuro, solo me serví para guiarme del resplandor proveniente de las ventanas de la cocina-comedor. Si Mark me atrapaba… intuía que obtendría graves consecuencias.
Los pálpitos extenuantes me resecaron la boca.
«Te va a atrapar, es más listo que tú».
«Correeee».
«Te va a cortar igual que hizo con el gato».
Golpeé mi cabeza tan fuerte que salí aturdida. Esas molesta voces conspiradoras me estaban haciendo perder la cordura en el momento más inoportuno.
«Es cordero», rectifiqué.
Doblé en una esquina hacia el recibidor. Extendí las manos para guiarme, estaba a ciegas y vulnerable a tocar de todo.
La puerta de entrada estaba entreabierta.
Él había salido en serio. ¿A qué? ¿A las tres de la mañana? Estaría loca si me dispusiera a buscarlo afuera. Me acerqué y en un impulso, abrí la puerta. Sí, me faltaba un tornillo.
Contuve la respiración.
La luna yacía líquida en el firmamento, la frialdad de la noche se filtró en mi ropa. Me inmovilicé. Y no por la temperatura.
Unos pasos se escucharon detrás de mí.
«Prepárate para perder algo más que el pelo, ji, ji».
«Corre, corre, corre, corre, corre…».
«Sabes que si sales vas a morir, si te quedas probablemente también».
Mis extremidades se aflojaron. Mis rodillas comenzaron a temblar cuando escuché ese canturrio sádico, divertido —no para mí—, proferido, de seguro, con una sonrisa y un sarcasmo tóxico.
Una sola palabra para liquidar mi calma. La degustó con un deleite que inició en el diafragma.
—Eeeelleeeeeenn.
Me volteé. No debí hacerlo. No serviría de nada mirar a Mark en la penumbra, con esa silueta imponente y esas gafas y dientes que resplandecían por la luz detrás de mí.
—Cariñito mío, ¿te ibas a escapar?
Ahogué un gemido. Lo sentía distante, indolente de mi fragilidad nerviosa.
No contesté.
—Ven aquí, Ellen. Vamos para la cama.
«Tumba».
«Corre, estúpida».
«Sabías que algo andaba mal con él desde el principio».
Me dejé llevar por Mark. No había otra alternativa.
Colocó su mano en mi hombro y lo apretó tanto que pensé que me lo dislocaría.
—Vas para tu habitación ahora. Tengo que salir. Mañana hablamos.
Esas dos últimas palabras hicieron mella en mí. La vez que me cortó el pelo, dijo lo mismo. ¿Esta vez que me haría?
«Los ojos, Ellen. Ten cuidado con tus ojos».
Asentí.
—Dale, ve —me ordenó.
Darle la espalda a Mark. No quería hacerlo. Y más con ese gabán gris que portaba, presto a esconder cualquier objeto en sus bolsillos.
Caminé con la agonía de quien esperaba una calamidad. Algo que vislumbré en la esquina entre el pasillo y el comedor, desvaneció mis sentidos. Y como un peso muerto, me desmayé.
Una niña, de cabello negro largo y suelto sobre las sienes, con un vestido negro. Rió y se escabulló por los dormitorios.
●●●
Reboté y los muelles de la cama sufrieron el movimiento brusco. La sensación de peligro me aquejaba hasta en el subconsciente. Sabía que pronto iba a ser muy lastimada, en el mejor de los casos.
Pero estaba de una sola pieza, por ahora. Y sin Mark al inicio de la puerta para darme el desayuno. Maldito hábito matutino. Y yo una hipócrita.
Una noche llena de tensión me estaba pasando factura. Casi ni pude sostenerme con mis adoloridos pies.
Me desplacé hasta la puerta.
Necesitaba una ducha esclarecedora.
En la mesita de noche estaban mis medicinas y una nota que decía: “Contrólate”. «¡¿Mark quería que yo me controlara?! ¿Y él qué?». Mi prometido había cambiado las medicinas por otras más fuertes. No confiaba en él. No estaba preparada para tal dosis y no era tan ingenua. No se lo pondría tan fácil.
Sin percibirlo, pensaba en voz alta manifestando mi incipiente rebeldía, hasta que mi voz se cortó.
—Hola.
Un mechón de cabello negro cerca del armario de ébano, fue suficiente para no tener que girarme por completo. Me costaba admitirlo pero mis ojos se inundaron. Lacrimosos y conteniendo la desesperación, respiré profundo y tardé unos minutos en hacerle frente a la segunda presencia en el dormitorio. Mis extremidades se agarrotaron.
Una niña. Pequeña y de ojos grandes con círculos opacos alrededor, característica común entre las dos. Parecía normal, pese a su piel blanquecina, rozando con la lividez de una enfermedad terminal. Junto con el vestido, llevaba unas zapatillas del mismo color. Era como un lienzo dicromático de blanco y negro bastante lúgubre.
Ladeó su cabeza en señal de curiosidad.
—¿Cómo te llamas? —dijo sin gracia, solo queriendo interrogar. Alguien de su edad parecería indefenso, apartado en un lugar, solitario, con las manos a los lados de la cadera. Pero ella no inspiraba debilidad. Yo sí parecía patética, asustada por una niñita que me llegaba al abdomen.
—Ellen. ¿Y tú?
—Yo también me llamo Ellen.
—Linda casualidad —mentí. «Esto no me gusta», me dije—. ¿Te puedo decir Ely, verdad? ¿Cuántos años tienes?
Ely no respondió. Sus pasitos eran imperceptibles, pero sus ojos clavados en mí no. Se detuvo a pocos centímetros.
—Tienes que salir de aquí. Mi padre te va a matar.
Lo sabía, por desgracia. Tragué en seco. Me tiritó el labio, pero tenía muchas dudas. Susurros lejanos me decían que me apresurara, que no tenía todo el tiempo disponible en esa casa. Pero yo tenía que saberlo todo antes de desvincularme de Mark por siempre. Ely tenía razón. Debía escapar.
—¿Mark es tu padre?
La niña volvió a ladear la cabeza. Se alzó el vestido de un tirón. Se quitó la venda del abdomen.
Solté un grito ronco. Me alejé de esa atrocidad frente a mí, aterrorizada por su doloroso estigma. Ninguno de mis nervios salió impune.
—¡¿Pero qué te hicieron?!
De su abdomen salía pus, denso, amarillento, reptaba hacia la piel del vientre, caliente y repulsivo. Era similar a la mucosa que secreté en una de mis peores gripes. Imágenes de retretes llenos de mucosa y después la panza de Ely. Igual de asquerosos.
Necrosis en los bordes. Tenía circundada una bolsa de canguro, chica pero latente. El pus brotaba de ahí. Una cavidad más, con una hendidura superior, cicatrizada, con las células muriéndose alrededor. Amoratada, cruel, inhumana en una niña de siete años.
—¡¿Tu madre sabe esto?! —Un poco más y lágrimas saldrían por inferir la culpabilidad de Mark.
—Está muerta. —Ni se inmutó en estirar el labio, ni un puchero. Ni un atisbo de nostalgia. Nada.
Ya no quería saber las razones de Mark por ocultarme la existencia de su hija. Me daba asco, por fin. Que se vaya con sus secretos bien lejos. Mejor, me marchaba yo.
Ely introdujo dos dedos por la cavidad. Manchada con pus en algunas partes, extrajo una llave.
Acercó el objeto hacia mí.
La llave tenía un olor particular a huevos revueltos de varios días. La infección de su herida me preocupaba.
—No sé qué abre, pero él la cuida mucho —añadió.
—Ven conmigo, Ely —casi supliqué.
Arregló la venda y discurrió el vestido a su posición original.
—No.
Una rotunda negación. Era una impasibilidad poco usual en un infante.
—Ely...
—Vete. Antes que regrese.
Con el dolor que suponía dejar a una niña a merced de Mark, aunque fuera su hija —estaba claro que eso no significó nada cuando la lesionó—, aproveché la poca ecuanimidad que me quedaba para salir de allí.
Todas las ventanas estaban clausuradas, Mark las abría cuando llegaba del trabajo y las mantenía cerradas "por ladrones".
«Y para encerrarme», me quejé.
Con las puertas ocurría lo mismo y la precaución de él era tanta que siempre escondía el hacha de picar la leña de navidad y las herramientas de carpintería lejos de mi alcance.
«Voy a su habitación», me formulé.
Nunca he tenido la oportunidad de entrar estos meses, cuando sus salidas a deshora por trabajo empezaron a incrementar. Era su cubil, un espacio fuera de mi vista y a la de todos. Me preguntaba cuál sería su verdadera naturaleza, cuando era libre de la presión social.
Iría a averiguarlo. Otro paso arriesgado.
Entré al dormitorio. No estaba bajo llave.
El pecho me sucumbía de exaltación pero debía continuar. Encendí el interruptor.
Las cortinas ocres yacían lánguidas sobre las ventanas clausuradas. El bombillo de la lámpara empapaba las paredes de un tono rojizo que sentía inquietante, aunque tal vez era el pánico del momento.
El armario era del mismo diseño que el mío: ébano y de estilo antiguo. Con la diferencia de que era de él, y no sabría que escondería allí.
Deslicé una corredera, solo había ropa. Después lo hice con la otra, los zapatos estaban dispuestos a una distancia milimétrica, los cinturones, de cuero, masculinos y gracias a las circunstancias; amenazantes, estaban organizados de igual forma. No había nada para encajar una llave.
Algo me rozó el batón. Justo cuando mi vida pendía de un hilo.
Olor a huevo.
—Ely. —Di un brinco.
Tenía un don para aparecerse de pronto.
—Mark no es tan obvio —susurró. Con esa sugerencia intencionada, sopesaba que tal vez ella no me estaba contando todo.
—¿Qué insinúas?... ¿Ely?
Solo discerní un mechón de cabello que osciló antes de perderse por la puerta. Qué chica tan misteriosa. «Y tan lamentable», pensé antes de proseguir.
Por extrañeza, la niña me evocó una idea. No me había detenido en reparar en los olores.
Reuní la máxima cantidad de oxígeno que pude retener en mis pulmones. Y entonces, lo sentí.
Un leve olor a cebolla y a tierra. Olisqueé el suelo. No era eso. Era el bastidor.
Tomé el cubrecama y lo aparté.
La tela había disimulado un desperfecto: el colchón sobresalía por el prominente bastidor.
Lo empujé con mis flacuchos brazos hasta que dejé descubierto una caja del mismo diámetro que el bastidor. Tenía cerradura.
La llave de Ely. Encajó sin ningún problema, la giré y se oyó un clic. Con los tobillos que me fluctuaban por la adrenalina, aparté la tapa.
Hedor. Leve pero constante. Y a algo más, algún producto químico.
La frente me sudaba. Nadie necesitaba un cajón debajo de la cama con bolsas plásticas de diferentes colores que expelieran olores ambiguos.
Había inscripciones en cada una.
La primera bolsa era negra. “Ana Madison", decía. ¿Quién sería? No conocía a ninguna Ana. Torcí los ojos cuando caí en cuentas que desde hace dos años mi vida se había reducido a esta casa. Y a Mark.
Debía tomar una decisión. Ely me había dado una llave que solo se acoplaba con esa caja. Sin embargo, mi objetivo era buscar la forma de escapar. Pero aquí estaba. En la cornisa de mi inseguridad.
Perdía tiempo y lo sabía.
Doblé la espalda y tomé la primera bolsa. Era hora de descifrar la relación entre esa Ana Madison y mi casi seguro ex-prometido.
Abrí la bolsa un poco y aparté la nariz. Una vaharada a antiséptico y fruta podrida me asqueó. Los dedos no me obedecían mucho; se sacudían sobre el plástico. Nada me preparó para lo que estaba a punto de hallar.
Asomé los ojos. El contenido me dejó boquiabierta.
Dejé caer la bolsa en las baldosas y cientos de recuerdos me invadieron. Ese hombre que conocí en la cafetería, de sonrisa atractiva y buenos tratos, mi novio de estos dos años, que me cuidaba como algo preciado...
«Obsesivo, Ellen».
«Estúpida, estúpida, estúpida».
«No querías ver la verdad».
...Terminó apuñalando mi confianza. Todo.
«Hará lo mismo contigo sino te apresuras, je, je».
Solté una lágrima antes de asir la bolsa. Era masoquista. Debía volver a echar un vistazo para cerciorarme.
En efecto, a mitad de la bolsa, un conservante embadurnaba sus paredes, el formaldehído casi ahogaba la pestilencia de una masa deforme.
Las papilas estaban dilatadas sobre el carnoso músculo, amoratadas y deformes, producto de la descomposición. Una lengua casi negra, putrefacta y con un tejido que pendía hacia abajo: el frenillo, extenuado y arrugado. La lengua pudo ser introducida en el compuesto con una necrosis intermedia, para retardarla.
Debió ser hace años que Ana se cruzó con Mark. Y su unión fue fatídica.
En letras muy pequeñas, abajo del nombre en la inscripción, se leía una frase particular: «muy habladora».
Afligida, ubiqué la muestra del asesinato de Ana en su sitio.
“Muy tonta”, “muy ojigrande”, “muy infiel”. Algunas de las otras frases en los letreros. Me dio un escalofrío cuando imaginé cual sería el símbolo del cuerpo que correspondería a cada descripción.
Otra me llamó la atención. Era la última, de color celeste.
«Igual que la ropa que te compra Mark».
—¡Cállate! —grité hacia la nada, harta de las vocecillas impertinentes e incontrolables.
Un tic se apoderó de mi ojo izquierdo. Con frenesí, examiné el contenido de esta. Solté otra lágrima, paralizada y con el desvanecimiento subyugando mi cuerpo.
«¿Qué te advertimos, Ellen? Vas a moriiiir, je, je».
Hebras de cabello castaño, con mi perfume. El que me cortó hace meses.
Volteé la bolsa. "Ellen Carter. Muy enferma".
Las bisagras de la puerta anunciaron a alguien.
—Ya llegó. —La risita pérfida me sorprendió. Parecía que la intención de Ely nunca fue salvarme—. Apúrate.
Agucé mis oídos. Pasos en la sala. Ely se fue, dejándome desamparada.
Acongojada y con el corazón en la garganta, cerré la caja. Pero el tiempo no me alcanzaba para mover el colchón.
Mi supervivencia era más importante. Sin ningún objeto punzante cerca y la cocina tan lejos, ¿cómo me defendería? Clavada en el suelo y con la mente entumecida por el corto circuito de mis neuronas, esperaba lo peor.
«Qué tonta has sido».
«Muerte, muerte, muerte, muerte, muerte».
«Hoy cenaremos carne, Ellen. De gato».
«Eelleeeeen».
—Aah. —Mi cerebro estaba a punto de colapsar. La vena de mi sien se abultó.
«El abrecartas, tonta».
Casi me derrumbé contra el suelo cuando mis resbaladizos pies, sudorosos y débiles, corretearon hacia el escritorio de Mark. Tenía un abrecartas para cortar sobres y paquetes. Era un cuchillo dorado y pequeño que se asemejaba a una manecilla de reloj, pero con un ligero filo en los bordes.
Lo encontré. Me escondí debajo de la cama. Justo cuando la puerta se abrió, estaba ocultando mis tobillos.
Unas botas con barro en la suela. Grandes y resonantes. Se quedaron en la entrada y los segundos se me hicieron eternos.
Era yo o él. No me escaparía. Mi escondrijo solo fue para retardar mi falta de valentía. Tenía que matar a Mark.
El abrecartas patinaba en mi agarre. Perdía fuerza y el sudor no ayudaba. ¿Cómo alguien de más baja estatura, más delgado y menos experimentado podía apuñalar a un asesino con éxito?
«No, no puedes».
—Cállate. —Un murmullo bastó para confirmar mi perdición. Golpeé mis labios con la palma.
Mark caminó por la habitación. Unos pasos y ningún intento de búsqueda. Quería llorar. Su comportamiento apuntaba a un hecho: sabía dónde estaba y que no tenía escapatoria. Además, el colchón fuera de sitio ya era incriminatorio.
—Sal de ahí, Ellen. No te va a pasar nada.
Las voces se acrecentaron. Estaba por estallar. Recuerdos se aglutinaron en cada terminal nervioso. Había sombras en el dormitorio, zumbando en torno a Mark. Estaba volviéndome loca.
«Tienes los ojos muy bonitos, Ellen. Me encantan. Y me gusta tu lunar».
«Cariñito mío, ¿te ibas a escapar?».
«Yo también me llamo Ellen».
«Tienes que salir de aquí. Mi padre te va a matar».
Salí.
Oprimí los brazos y los pegué en mi vestido. Oculté el abrecartas.
Su rostro no ostentaba emoción. Me perdí, por un instante, en sus ojos, que parecían taladrarme.
—Llegué del trabajo. Vamos a hablar. —Percibía a Mark más imponente y suspicaz.
Mi vientre se debilitó. Junté mis muslos.
—Dame un beso —demandé.
Desencajó las gafas de su tabique. Gemí. ¿Me iba a atacar con eso?
Todo pasó muy rápido.
Me abrazó en un movimiento demasiado rápido. No me dejó chance para analizar sus acciones.
En un abrazo fatal le encajé el abrecartas en la espalda. Avanzaba en un corte limpio, dividiendo la carne en una melodía fibrosa.
Sollocé, las lágrimas se acumularon en mi mentón antes de hincarme de hinojos en el suelo. Me desplomé con un estruendo y un calambre me recorrió la espina dorsal.
Me faltaba el aire. Ya estaba hecho.
Me turbaba, mi cabeza daba vueltas y la vista se me nubló. Todo se tornó oscuro antes de saber la verdad.
Un vaho de óxido y sal me sobrecogió, un sabor metálico terminó en mi boca.
Vomité rojo.
Mark me había herido también. ¿Dónde estaba?
—Hola, Ellen. —La entrada de la puerta.
La fuerza de mi vientre se esfumó y un líquido cubrió mis piernas, mojando mi vestido. Distinguí un olor a urea que delató mi inferior y deplorable estado.
Ninguno estaba muerto. Pero yo no tenía más cartas bajo la manga. Solo esperaría. Con las voces haciendo eco en mi miedo.
Ely apareció delante de Mark.
La sangre manchó las baldosas a mi alrededor, mezclándose con la orina en una mejunje torpe de desamparo. Noté mi respiración cansada, me pesaban los párpados. Las extremidades se me entumecían.
Mark me tumbó hacia arriba y me oteaba desde su posición superior.
El abrecartas estaba hundido en mi estómago.
«Solo tiene que rematar lo que tú hiciste»
—¡CÁLLATE! —Mi voz se envolvía en quejidos guturales, roncos.
Me reí con todas mis fuerzas. Un último placer antes de abandonar este mundo.
Yo sabía mucho sobre mí, más de lo que pensaba Mark y trataba de ocultármelo. Ahora estábamos iguales. Éramos unos malditos quebrados. Piezas defectuosas destinadas a converger.
Desde hace años las voces en mi cabeza visitaban mis noches para molestarme y los síntomas se agravaban hasta que lo conocí y me ayudó. Ninguna alucinación se había manifestado, mi enfermedad no estaba tan avanzada. Hasta estos últimos días.
Las dudas se esclarecían. Las pastillas matutinas más fuertes que no tomé eran por una causa. Tal vez, esa noche solo perseguía a mi propia consciencia, cuando Mark me descubrió en la puerta. Tal vez, no había acuchillado a nadie, más que a mí misma.
Grité y lloré como nunca.
Ely estaba sonriendo. Esa pécora del demonio. No se inmutaba en ayudarme. Psicópata como su padre.
Estaban extasiados mirando mi herida.
Los ácidos de mi estómago empezaban a corroer mis demás órganos. Todo el interior me quemaba con una intensidad abrumadora.
Ely soltó una risita. La única alucinación que había sobrepasado las leyes del éter y tocaba y movía cosas.
—Su aspecto —susurré.
No, mi esquizofrenia no tenía nada que ver con ella. Tenía una parte del cuerpo en descomposición. Mark no parecía consciente de una tercera presencia en el dormitorio. Y entonces la cara macilenta de Ely y su vacía personalidad adquirieron significado.
A Ely le brillaban los ojos. Un ser que solo anhelaba la muerte misma; la lascivia por la sangre y la matanza. Su boca estaba hecha agua y su mirada realizada.
No era una niña, era el espectro de lo que alguna vez fue.
Era un fantasma.
Mark se acercó a mi oído. Arrugué las pestañas, aguardando por más dolor.
—Al final, terminaste haciendo mi trabajo.
FIN
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